Durante un programa
de radio sobre casos de la vida real, transmitido por una emisora comunitaria
en el sur-centro de Wisconsin, Estados Unidos, el hijo de inmigrantes mexicanos
Anthony García relató una historia que hizo estallar las líneas telefónicas de
la cabina de transmisión
Sin embargo, la producción del programa
decidió no sacar las llamadas al aire pues, aunque Anthony estaba contando una
tragedia personal; la gran mayoría de las llamadas fueron hechas por mujeres
que (si bien no se alegraban por su dolor) celebraban que hubiera aprendido la
lección, aunque haya sido demasiado tarde.
Esta es su historia:
Mi nombre es Anthony García y llegué a esta
ciudad después que mis padres se mudaron de California gracias a una
oportunidad de trabajo. En Green Bay conocí, hace ya casi 20 años, a Madeleine,
mi primera esposa.
Vaya que me costó mucho trabajo conquistarla!
La recuerdo cuando tenía 25 años y, como si fuera ayer, puedo verla: bellísima,
inteligente, conversadora y siempre con una sonrisa a flor de labios.
Me esforcé mucho por demostrarle que yo era
un hombre que valía la pena y uno de los días más felices de mi vida fue cuando
aceptó ser mi novia.
Yo era contratista del sector de la
construcción a pequeña escala y Madeleine siempre me apoyó en mi trabajo.
Incluso dejó sus estudios de enfermería por comenzar a trabajar como mi
asistente y como era tan conversadora y bien relacionada, fue de mucha ayuda
para conseguir algunos buenos contratos.
Al cabo de unos años comenzamos a vivir
juntos y aunque ella hacía grandes esfuerzos por mantener vivo el romance en
nuestra relación, yo comencé a enfocarme mucho en el trabajo y a descuidar
incluso nuestras conversaciones y esos momentos en los que debí haber estado
más pendiente de ella que de la computadora.
Como los años no pasan en vano ambos fuimos
envejeciendo y, de la belleza de la juventud, quedaban algunos rasgos pero,
como es lógico, no iba a permanecer intacta.
A sus 40 años de edad Madeleine lucía apagada
y triste, como cansada. Yo se lo atribuía a esos 10 o 12 kilos de más que había
ganado con el tiempo, que probablemente eran la razón por la que a veces me
parecía que estaba de mal humor.
Un día Madeleine me dijo que quería retomar
sus estudios de enfermería y, aunque me parecía que ya estaba algo vieja para
eso, le dije que se tomara el tiempo necesario para hacer lo que quisiera. Yo
contrataría una asistente y problema resuelto.
Pocos días después llegó Sarah a nuestras
vidas. El día que la entrevisté para el puesto de asistente quedé impactado. A
sus 30 años era bella y pícara. Sonreía como lo hacía Madeleine cuando la
conocí y la manera como me miraba me hacía sentir perturbado.
Para hacer el cuento corto, después de varias
infidelidades y discusiones en casa me separé de Madeleine (con quien por
cierto nunca me casé legalmente) y me casé con Sarah. En ese momento sentía que
no podía estar más feliz. Tenía a mi lado una mujer sumamente bella y
provocativa (por lo que mis amigos me envidiaban) y una situación económica
buena y estable, gracias al prestigio que mi negocio había ganado.
Durante casi cinco años no supe nada de
Madeleine. La verdad no me importaba saber qué había hecho con su vida,
especialmente porque no tuvimos hijos y yo estaba muy ocupado viajando y
disfrutando ese “caramelito sexy” que tenía en mi cama todas las noches.
Hace seis meses, mientras iba rumbo a buscar
a Sarah a la fiesta de cumpleaños de una de sus amigas, sufrí un terrible
accidente de tránsito. Una pareja de jóvenes que había tomado muchas cervezas
de más en esa misma fiesta, me embistió con su camioneta en un cruce pocas
cuadras antes de llegar.
El impacto fue tan fuerte que mi automóvil
salió disparado casi tres metros y, tras chocar contra un poste de
electricidad, perdí mi pierna y brazo izquierdos. Estuve inconsciente durante
un mes. Cuando reaccioné lo primero que hice fue preguntar por mi esposa, quien
aparentemente estuvo a mi lado durante una semana pero luego no regresó por el
hospital.
Esa misma noche, mientras me encontraba
somnoliento por la gran cantidad de calmantes, escuché una voz que me confortó.
¡Ella había regresado! Esa voz tan cercana, cálida, familiar, que me hacía
sentir protegido y amado solo podía ser la de mi bella Sarah, a quien
seguramente alguien le habría informado de mi recuperación.
Cuando logré incorporarme y tomar conciencia
de quien estaba realmente en mi habitación, me llevé una gran sorpresa. Allí
estaba frente a mí, con unos ojos que no podían ocultar su felicidad por ver mi
mejoría, la misma Madeleine que sin ningún remordimiento había corrido de mi
casa hacía ya tanto tiempo.
Durante mi estado más crítico y los dos meses
y medio más que tuve que permanecer en el hospital, fue la enfermera a mi
cuidado. Una tarde que se veía particularmente contenta se despidió temprano de
mí. La vi soltar su cabello ya canoso y sacudirse la blusa que llevaba bajo la
bata médica. “Hoy debo marcharme temprano, así que te dejaré a cargo de mi
compañera Nathaly”, me dijo.
Cuando le pregunté por qué me abandonaría ese
día, en el que particularmente sentía más agudo el dolor de mis miembros
fantasmas y absolutamente nadie parecía haber recordado mi cumpleaños número
58, me dijo unas palabras que jamás olvidaré:
“Durante más de tres meses he cuidado de ti.
He lavado tus heridas, te he dado de comer. Hasta me he encargado de tu aseo
personal, te he afeitado, cepillado y asistido cuando debes ir al baño.
Exactamente como lo hubiera hecho si nunca me hubieras dejado por una
jovencita, que probablemente no esté aquí porque le de asco tener que limpiarte
el trasero como yo he tenido que hacerlo. Pero hoy estoy cumpliendo un año de
matrimonio con un hombre que sí valora lo que tiene y mi relación contigo, más
allá del pasado que compartimos, hoy es estrictamente laboral… Y el trabajo,
como bien debes recordarlo, nunca fue para mí más importante que el amor.
Buenas noches”.
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