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jueves, 20 de marzo de 2014

Valores morales y cristianos


Todos los valores sobre los que hemos venido hablando han sido elevados y transformados
por Jesucristo. Con la llegada de Cristo los valores humanos se insertan,
elevándose y transformándose, en el orden de la redención. El cristianismo no suprime
ni menosprecia los valores humanos, sino que les da una nueva orientación, un nuevo
espíritu, una nueva inspiración. Surgen así los valores cristianos que Cristo nos dejó
consignados en su mensaje evangélico. 

Quizás su mejor resumen sean las bienaventuranzas
que nos presentan una radiografía de lo que debería ser el corazón del hombre
evangélico: la pobreza de espíritu, la mansedumbre, la misericordia, la pureza de corazón,
la búsqueda de la paz y de la justicia, la paciencia de frente a la persecución.

Junto a las bienaventuranzas, los Evangelios subrayan también la importancia de
algunas actitudes que Cristo exige de sus discípulos: la fe, la confianza absoluta en la
Providencia, la humildad, la sencillez, la capacidad de llevar la propia cruz, la abnegación,
el perdón de los enemigos y, sobre todo, el amor mutuo que es el distintivo que caracterizará
a quienes quieran seguirle y que Jesús propone en forma de un «mandamiento
nuevo» que sustituye a la multiplicidad de mandamientos de la antigua ley (Jn 13,
34).

La venida de Cristo al mundo ha operado en él la mayor revolución que jamás se
haya podido pensar: revolución pacífica del Evangelio que cambia al hombre desde dentro,
purificándolo del pecado y abriendo su alma a la acción transformante del amor y de
la gracia. Cristo no solamente ha sanado al hombre de la herida del pecado original, sino
que ha elevado todo lo humano a un nivel superior. Por eso podemos decir con verdad,
siguiendo la gran tradición cristiana, que la gracia no suprime, sino que perfecciona y
lleva a su plenitud a la naturaleza.

Creo que el mejor modo de considerar los valores cristianos es verlos reflejados en
la persona misma de Jesucristo. La contemplación de su personalidad es fuente de perennes
gracias para nuestra vida. El Evangelio nos presenta a Cristo en un acto de continua
donación de sí mismo al Padre y a los hombres. Jesucristo vive en perenne actitud
de servicio (Mt 20, 28). Lo que le preocupa por encima de todo es realizar siempre el
querer supremo del Padre (Jn 4, 34), agradarle en todo (Jn 8, 29). Y por ello no le perturba
ni inquieta la opinión de los hombres (Mt 22, 15).

Pero el hecho de vivir siempre pendiente de las cosas del Padre (Lc 2, 49) no le impide
apreciar en todo su valor las realidades creadas: la belleza de los pajarillos del cielo,
las flores de los campos (Mt 6, 26-28), la majestuosidad de los montes solitarios
adonde se dirige para orar (Mc 1, 35; 9. 2), la soledad del desierto donde fue tentado. Es
también sumamente sensible ante las realidades que tocan la vida de los hombres. Quiere
participar del gozo de los esposos, santificando el matrimonio, con su presencia en las
bodas de Caná. Aprecia la amistad que le ofrecen Lázaro y sus hermanas (Lc 10, 38). Se
conmueve ante el dolor de la viuda que ha perdido a su hijo (Lc 7, 13), o ante el abandono
del hombre que ha caído en manos de ladrones y a quien nadie ayuda (Lc 10, 25-37).

Observa la desesperación del paralítico que no tiene a nadie que lo lleve al agua de la
piscina de Betesda para ser curado (Jn 5, 6). Le llena de admiración la fe de la madre
cananea que desea ardientemente la curación de su hija (Mt 15, 28). Le duele la desorientación
de las multitudes que caminan como ovejas sin pastor (Mt 9, 36). Se compadece
de la vergüenza de la mujer sorprendida en flagrante adulterio (Jn 8, 1-11). Le llena
de gozo el alma el deseo de conversión y de renovación interior de Zaqueo (Lc 19, 1-

10). Jesucristo es un apasionado del hombre. Le interesa lo humano porque ha venido a
rescatar al hombre del pecado y mostrarle el camino seguro de su salvación.
Cristo sabe que no todos los valores son iguales y por ello no teme en exigir la renuncia
a algunos de ellos para alcanzar otros superiores. Aprecia el valor de las riquezas,
pero sabe que la verdadera riqueza es Dios y por ello pide a sus discípulos la pobreza
de corazón. Tiene en mucho el valor del matrimonio, pero sabe que Dios puede llamar
a algunos hombres a vivir exclusivamente para el Reino de los cielos y a ellos les
propone el carisma de la consagración virginal. Estima en mucho el valor del cuerpo,
pero al mismo tiempo asigna al alma un mayor valor: «No tengáis miedo a los que matan
el cuerpo y no pueden matar el alma. Temed más bien a quien puede echar el alma y
el cuerpo en la gehenna» (Mt 10, 28). 

Surgen así las paradojas evangélicas del morir
para vivir (Jn 12, 24), de servir para reinar (Mt 20, 27-28), de humillarse para ser el mayor
en el Reino de los cielos (Mt 18, 4). Son paradojas que se esclarecen al considerarlas
a la luz de los valores supremos: morir a sí para vivir en Dios; servir a los hombres para
reinar en el cielo; humillarse en la tierra para ser grande a los ojos de Dios. 

Jesucristo sabe que si exige la renuncia a bienes transitorios es para poder obtener los eternos.

Él es el hombre perfecto y nos revela el ideal de la perfección humana. Cuando Pilato,
después de haberlo mandado azotar, pronuncia ante la multitud las palabras: Ecce
homo!, no sabía que en realidad estaba presentando ante la historia el hombre perfecto,
aquél que, como ningún otro, encontró el sentido más profundo de su existencia en la
entrega oblativa de su vida al Padre por amor a la humanidad, y en quien todos los valores
hallan su plenitud y su consumación. Él es el hombre maduro que lucha por alcanzar
su ideal, movido por una conciencia totalmente lúcida del porqué de su existencia. Esta
percepción tan honda y tan clara del sentido de su vida hizo que viviera en todo instante
en clave de misión. Sabía que había venido a este mundo para realizar la redención y no
perdió nunca el sentido de lo esencial. Por ello, cuando dio cumplimiento en la cruz a la
obra para la que el Padre lo había enviado, a pesar de que los hombres lo consideraban
como un fracaso o un iluso, Cristo se sabe triunfador porque ha cumplido a la perfección
su misión, ha vivido con total plenitud el sentido de su existencia.

Esta continua tensión que se percibe en su vida en orden al cumplimiento de su misión,
nos presenta a Jesucristo como alguien que no toma la vida a medias, sino que se
compromete a fondo. Pasó su vida haciendo el bien (Hch 10, 38) y sirviendo a la verdad
(Jn 18, 37), amando al Padre y a los hombres. Él es el hombre por antonomasia en quien
todos los valores alcanzan su cima. Basta contemplar la profundidad y clarividencia de
su inteligencia, la reciedumbre y fuerza de su carácter, el equilibrio perfecto de su vida
pasional, emotiva y afectiva. Él es el hombre de principios, coherente con los mismos,
fiel a su palabra, amigo de sus amigos y enemigos, hombre de una sola pieza. Él sabe
resistir las dificultades inherentes a la vida humana: no se desespera ante el fracaso, ni
se abate ante el sufrimiento; sabe dar sentido al dolor, sobreponerse a la angustia, no se
arredra ante la incomprensión, no se deja vencer por la fatiga. Nació por amor, vivió
amando y murió sin dejar de amar: «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin»
(Jn 13, 1). No tenemos otro modelo mejor ni más perfecto que el de Jesucristo para dar
sentido pleno a la vida, para llenarla de valores, para vivirla en plenitud.


http://www.es.catholic.net/biblioteca/libro.phtml?consecutivo=549&capitulo=6970

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