Una encendida defensa de la capital
peruana, en plena reinvención. En ella se mixturan el carácter de su rica y
dinámica gastronomía con sus tesoros precolombinos, parques, museos y los
claroscuros propios de cualquier gran ciudad latinoamericana.
¿Te vas a Lima, la fea?, me preguntaron antes de partir. No me
envidiaron porque viajaba a Lima. También dijeron Lima, la horrible. Y me
miraron preocupados por el destino que me había tocado en suerte.
No, no me voy a Lima la fea. Me voy a
Lima, una capital con nombre de fruta perfumada, donde se prepara el ceviche
más exquisito y existe un Parque del Amor con una escultura de una pareja que
se besa apasionadamente. ¿Cómo me podría parecer fea una ciudad que festeja el
amor? No, Lima no es fea.Visité el Parque del Amor una mañana templada. Todavía no habían llegado parejas a imitar el beso del escultor Víctor Delfín. Era bien temprano, el mar estaba tranquilo y gris. Sólo se veía a tres hombres de mantenimiento que manguereaban el pie de la estatua. Limpiaban las baldosas con empeño, como si quisieran dejar el sitio en las mejores condiciones para honrar al amor.
Me voy a Lima, una capital a orillas
del Pacífico. Una ciudad donde viven ocho millones de habitantes, hombres
capaces de llamar panza de burro a su cielo nublado, causa a una papa rellena,
huarique a una fonda sin glamour pero con cocina buena y barata, y suspiro a un
postre dulce. Lima, una ciudad de poetas y escritores. La ciudad donde se edita
Etiqueta Negra, la mejor revista de crónicas de Latinoamérica. La ciudad donde
surgen editoriales jóvenes e independientes, como Estruendomudo, Calato y
Matalamanga. No me voy a Lima, la horrible.
Resulta extraño defender a una
ciudad, pero eso haré en este artículo. Protegerla de quienes con una imagen
vieja o aún sin conocerla la difaman.
Una dinámica de
tres mundos
Viajo a Lima, la Ciudad de los Reyes.
Una capital donde el pasado precolombino irrumpe en medio de un barrio con la
fuerza de un géiser. En el Huaca Pucllana, un centro ceremonial de la cultura
Lima descubierto hace un par de décadas en Miraflores. En Pachacámac, una zona
arqueológica de los suburbios donde hay un antiguo oráculo.
Y en el Museo de Arte Precolombino
Larco Herrera, con una colección de 55.000 piezas, que incluyen huacos,
textiles, oro, momias y una impactante muestra de cerámica erótica. Este museo
alberga la mayor colección privada de arte peruano precolombino del mundo. Y, a
diferencia de muchos, las piezas no están puestas en una vitrina como las
masitas en una confitería. En el Larco hay un guión curatorial y muchísimo
trabajo en cada sala. Después de varios años de restauración, se reinauguró el
año pasado con nueva entrada, galerías, restaurante y jardín tropical. Es mejor
dedicarle tiempo, una vez ahí dan ganas de quedarse toda la tarde.
En este museo limeño uno se asoma a
la cosmovisión andina en la que hay tres mundos en constante movimiento: el de
las divinidades, que queda allá arriba y lo representan las aves; el terrenal,
de los vivos, y el mundo de los muertos, que viven abajo, y lo simbolizan las
serpientes. Pero también, de ese mundo subterráneo, y aquí aparece el concepto
de dualidad, surgen los alimentos, como el maíz, tan usado en las culturas del
antiguo Perú. Y también en la actualidad. En este viaje conocí el maíz que
sirven como ingrediente con el pisco sour: se llama canchita, viene tostado y
siempre dan ganas de pedir más. Me voy a Lima, una capital donde ancestral,
colonial y contemporáneo interactúan, como los tres mundos de la cosmovisión
andina.
Lima, la ciudad de los restaurantes
de Gastón Acurio, el hombre que le aportó una dimensión internacional a la
cocina peruana. El chef empresario que recién abrió Madam Tusan, un restaurante
de comida china, y pronto inaugurará otro de anticuchos a precios populares en
el puerto de El Callao. Gastón Acurio, el hombre que dijo en una entrevista,
hace un tiempo: “Nuestra misión no sólo es hacer restaurantes. Lo que realmente
estamos haciendo es vender un país”. Hay quienes piensan que debería meterse en
política. En la última entrega en Londres de los premios San Pellegrino, algo así
como los Oscars de los restaurantes, Astrid & Gastón, una de sus marcas se
ubicó entre los primeros 50 del mundo. Me voy a Lima, una ciudad donde ya no
quedan deidades incas, pero en esta época se come como los dioses.
Un montón de
historia
Viajo a Lima, la ciudad donde nació
el tenor ligero Juan Diego Flóres, admirado por Pavarotti y Plácido Domingo.
Algunos años atrás, Flóres se casó en la Catedral de Lima, frente a la Plaza de
Armas y fue tan popular en los medios como la última gran boda real.
La tarde que visité la plaza hubo un
simulacro de terremoto. Se hacen periódicamente porque la capital está en una
zona sísmica. Desde su fundación, Lima sobrevivió a varios terremotos. Durante
el simulacro comienzan a sonar las sirenas de ambulancias y autos policiales y
la gente deja lo que está haciendo y se dirige al centro ordenadamente. Viene
desde todas direcciones –incluido el Palacio de Gobierno– y llega a la Plaza de
Armas, donde se concentra en rondas. Los limeños están acostumbrados a este
ejercicio. El otro día leí que también se hacen simulacros nocturnos, para que
las familias sepan cómo actuar si ya están en la comodidad de la casa.
Me voy a Lima, una ciudad que
recuperó su centro histórico, que hace unos diez años era peligroso y tenía mal
olor. Ahora está limpio, pintado, revitalizado y en la mira de inversionistas
extranjeros. “Lima es desordenada, caótica y sucia”, me dijeron antes de
partir. No vi nada de eso. El Metropolitano, el sistema integrado de transporte
que poco a poco conquista las capitales latinoamericanas, corre por una vía
rápida con publicidad ecológica. Nada de grandes carteles de colores primarios
que ganarían premios en concursos de contaminación visual, las publicidades en
esta zona están hechas de matas de césped cortadas por alguien con la destreza
del joven Manos de tijera.
No me voy a Lima, la fea. Viajo a una
ciudad con gran mestizaje. Basta pensarlo un minuto para entender que no es
extraño que el auge de la cocina fusión sea justamente aquí. Un lugar donde las
raíces africanas se mezclaron con la sangre indígena, con los inmigrantes
chinos que llegaron por primera vez en el siglo XIX para trabajar en las
haciendas y en las islas guaneras. Con el tiempo vinieron más chinos, surgió el
Barrio Chino, la calle Capón y los chifas, como se les llama a los restaurantes
de comida china: un buen lugar para probar chaufa, arroz frito con carne, huevo
y verduras.
En mi lista de imperdibles del centro histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1991, figuran el Convento de San Francisco, donde lo más impresionante no me pareció la arquitectura exterior, sino la cripta, con pasajes penumbrosos similares a los de las catacumbas romanas. Se ven fémures, tibias y cráneos de algunos de los más de diez mil allí enterrados. Con más de 25.000 volúmenes, la biblioteca también es impresionante.
Del centro histórico tampoco me
perdería la Casa de la Literatura Peruana, en la antigua Estación de
Desamparados, desde donde todavía parten, una vez por mes, el tren a Huancayo.
Ahora hay muestras, además de la Biblioteca Vargas Llosa de uso público y la
salida al Parque de la Muralla con vista al cerro San Cristóbal.
Enfrente, el Bar Cordano es una
parada histórica. Fundado en 1906, en sus mesas tomaron café presidentes y
famosos, y siempre hay personajes urbanos. Un diputado, una banda de música
compuesta por maestros retirados o, como me pasó ese mediodía, con un cirujano
plástico con corbata violeta que operó a una niña que había nacido con el
síndrome de la sirena (las piernas unidas). Antes de irme, el doctor me dio su
tarjeta: de un lado se veía la imagen de la beba con sirenomelia; del otro, la
niña caminando sonriente. En el bar, también había turistas y limeños,
circulaban sándwiches de jamón del País, pisco sour, causa rellena y café. Había
música de bandoneón y un bullicio agradable.
A pocas cuadras, en el Pasaje
Escribanos, la Librería El Virrey, especializada en libros peruanos, un clásico
de la ciudad que hace un par de meses inauguró una sucursal en Miraflores.
De barrios,
balcones y bares
Me voy a Lima, una ciudad con alto
consumo de Inka Cola, esa bebida dulce tan arraigada en la población que a Coca
Cola no le quedó otra que comprar la mitad de las acciones por varios cientos
de millones de dólares. Lima, una capital con antiguos balcones virreinales de
madera trabajada como si fuera oro, que hasta hace no tanto temblaban aunque no
hubiera terremoto. El programa “Adopte un balcón” logró que instituciones
públicas y privadas los patrocinaran, y así se salvaron del abandono.
En la calle Jirón Conde de Supernuda
están los balcones de la Casa de Osamblea, entre los mejores conservados de la
ciudad. Por la calle Ucayali también se ven varios. Al 300, hay un pequeño
restaurante recomendable. Se llama L’eau vive (la traducción literal es El agua
viva; en realidad se trata de un juego de palabras que alude a eau-de-vie –agua
de vida–, nombre en francés de aguardiente), y es en un salón de la casona
colonial donde viven doce monjitas de la congregación de la Inmaculada que a
las nueve de la noche en punto cantan el Ave María. En la vereda de enfrente,
el Palacio Tagle, sede de la Cancillería Peruana, en un espectacular edificio
virreinal.
Viajo a Lima, una ciudad que experimenta un boom hotelero notable, donde hay hostels decentes, cinco estrellas de cadena, muchos de ellos en San Isidro, el distrito financiero, y también hoteles de colección, como Casa Andina de Miraflores, la niña mimada de una cadena peruana en crecimiento. Miraflores es el barrio más cómodo para hospedarse. Es tranquilo, seguro, con cafés, una zona de venta de artesanías de todo el país, excelentes restaurantes, el parque Kennedy y Larco Mar, un centro comercial con vista al Pacífico.
No me voy a Lima, la horrible. Me voy a Lima, una ciudad con un barrio bohemio y artístico que se llama Barranco y ya tiene algo de Soho. Hay galerías de arte, como la de Lucía de la Puente; y la Asociación Cultural Tupac, con cine, estudios de grabación, ateliers y fiestas; y la casa donde nació Chabuca Granda, la gran cantante y compositora peruana; y el Museo Pedro de Osma, con hermosas pinturas de la escuela cuzqueña; y varias tiendas de diseño, como Neomutatis; y el Puente de los Suspiros y La Ermita, una antigua iglesia de pescadores y viajeros, y la Bajada a los Baños, una calle larga que termina en un mirador sobre el Pacífico. En Barranco hay bares con buena música – el Canta Rana es un buen dato–, y bolichitos con historia, como el Juanito, donde se come un delicioso sándwich de jamón del Norte –el preferido de Gastón Acurio– y siempre hay periodistas y artistas con ánimo de tertulia. De chibolo, como llaman en Perú a los jóvenes, Mario Vargas Llosa también frecuentaba el Juanito.
Me voy a Lima, el lugar donde hace
unos años se creó Novalima, una banda de músicos que mezclan con arte los ritmos
afroperuanos con la electrónica. La banda que hace la mejor versión de Cardo o
Ceniza, la canción de Chabuca Granda. Lima, la ciudad donde viven los
diseñadores que tomaron los afiches flúo de bandas de música tropical y los
convirtieron en un producto gráfico novedoso, conocido como Chicha design.
Quien vaya a comer en Buenos Aires al exclusivo restaurante peruano Sipán, que
abrió hace unos meses en Palermo, verá que forman parte de la decoración.
Viajo a Lima, la ciudad de Polvos
Azules, ese enorme centro comercial, un ejemplo de la Lima freak, donde dicen
que se puede conseguir de todo: desde maletas chinas hasta la última Play
Station baratísima. Eso sí, la mayoría de todo es pirata.
Lima, una capital con historia y
parques. Con un campo de golf fundado en 1924, entre los más antiguos del
continente. La Costanera Cisneros integra la Costa Verde, un paseo costero en
ampliación, para caminar, correr o volar en parapente. Y el Olivar es un parque
de San Isidro con antiguos olivos donde cada año se cosechan aceitunas para
hacer aceite de oliva.
Me voy a Lima, una ciudad en
movimiento, con todas las contradicciones latinoamericanas. Ciudad de cumbia y
reggaetón, de mototaxis y congestionamientos, de excavaciones arqueológicas
permanentes y plaza de toros; de fuentes aguas danzantes de colores y un río,
el Rímac, con serios problemas de contaminación, de invasiones o zonas tomadas
no lejos del centro y de familias que veranean en Asia, el balneario donde hay
casas millonarias.
Me voy a Lima, una ciudad a la que
siempre llega gente de la montaña que después de unos años se queja de la gente
que llega de la montaña, y dice que ése es el problema de Lima.
Lima, una ciudad donde una mañana
cualquiera es posible cruzarse con María Luisa, la hija del Cuzco, una cantante
de cumbia vestida como un merengue amarillo y brillante, filmando un video
frente a las puertas de una iglesia rabiosamente colonial, mientras las palomas
revolotean sobre sus hombros descubiertos y ella baila con stilettos sobre
adoquines y canta Pensando en ti a un hombre con “carita de angelito y corazón
del demonio”.
¿Fea? No, señores, Lima no tiene nada
de fea.
Por Carolina
Reymúndez. Fotos de Cecilia Lutufyan. Nota publicada en Lugares n°183.
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