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viernes, 8 de marzo de 2013

Jerusalém en tiempos de Jesús



El año de nacimiento de Jesucristo reinaba sobre toda Palestina Herodes el Grande, hijo de padre idumeo y de madre árabe. Este Herodes, con el auxilio de Roma, se apoderó de Jerusalén el año 37 antes de Jesucristo. Y reinó en Palestina hasta su muerte, acaecida durante el destierro en Egipto de la Sagrada Familia. Con el fin de congraciarse con los judíos, restauró el templo de Jerusalén, agrandándolo y embelleciéndolo magníficamente, de tal manera que aun sin estar terminadas del todo las obras en tiempos de Jesucristo, era la admiración y el orgullo de sus contemporáneos. En su muerte, repartió Herodes sus estados entre tres de sus hijos: el mayor, Arquelao, legaba Judea y Samaria con el título de Rey; a Antipas, Galilea y Perea (este Herodes Antipas fue el que hizo degollar al Bautista y escarneció a Jesucristo en su pasión); a Filipo, los distritos del noreste (Batanea, Traconite y Paneas). Arquelao, a causa de sus crueldades, fue desterrado por Augusto a Viena de las Galias, donde murió el año 6 de nuestra Era. Desde entonces Judea y Samaria, que constituían sus Estados, quedaron definitivamente bajo el dominio directo de Roma, y gobernados por procuradores romanos. Hasta la muerte del Emperador hubo tres de estos gobernadores; y después, durante el reinado de Tiberio, otros dos: Valerio Grato (del 15 al 26 d. de Jesucristo) y Poncio Pilatos (del 26 al 36 d.C.).
Según San Lucas 3:1, el ministerio de Juan el Bautista comenzó en el año quince del imperio de Tiberio César, o sea en 29 d.C. Durante su reinado nombró a Pilatos gobernador de Judea y diez años después lo destituyó; más o menos a la mitad de ese decenio, Pilatos ordenó la crucifixión de Jesús. Algunas fuentes cristianas refieren que Pilatos envió al emperador un informe sobre el juicio y la ejecución de Jesús, pero no hay pruebas de que Tiberio haya tenido noticia del surgimiento de la nueva fe.
Situación religiosa:
Fue el mismo Dios el que, hallándose los hebreos acampados en la falda del Sinaí, después de su salida de Egipto, y luego de comunicarles su santa ley y de establecer con ellos una nueva alianza, por medio de Moisés, les dio una constitución religiosa, que fuese capaz de conservar en medio del mundo pagano el tesoro de la divina revelación, que en la plenitud de los tiempos se había de comunicar a todas las naciones.

El Templo de Jerusalén:
El centro del culto lo constituía principalmente el Templo de Jerusalén; el Templo primitivo fue construido por Salomón y destruídos sin piedad por los soldados de Nabuconodosor en 588; pero fue reconstruído por Zorobabel, a la vuelta del cautiverio de Babilonia, en el mismo sitio del anterior, en lo alto del monte Moria; aunque sin el esplendor y magnificencia del antiguo templo. Este segundo templo fue el que agrandó y embelleció Herodes el Grande. La parte más exterior del templo la formaban una serie de atrios y vestíbulos de gran capacidad; lo más interior del templo estaba formado por dos recintos llamados el Santo y Santo de los Santos. En el Santo se hallaba un pequeño altar de oro, sobre el que mañana y tarde se quemaban unos granos de incienso, y el candelabro de siete brazos y la Mesa para los panes de la Proposición, ambos también de oro. El Santo de los Santos era el lugar santísimo, que se componía de una sala cuadrada de unos veinte codos por cada uno de sus lados. Aquí sólo podía entrar el Sumo Sacerdote una vez al año, el día de la Expiación, donde hacía breve oración por su pueblo. Un espeso velo cubría la entrada. En otro tiempo, en el primer templo, ocupó este lugar el Arca de la Alianza. (P.Valentín Incio García, 1941)
Monumentos de Jerusalén:
La sequedad de la naturaleza en los alrededores de Jerusalén debía contribuir al desagrado de Jesús. Los valles carecían de agua; el suelo, árido y pedregoso. Cuando se domina con la vista la depresión del Mar Muerto, el espectáculo es abrumador, monótono. Solamente sostiene la mirada la colina de Mizpa, con sus recuerdos de la más vieja historia de Israel. En tiempos de Jesús la ciudad presentaba poco más o menos el mismo aspecto que hoy. No tenía muchos monumentos antiguos, ya que, hasta los asmoneos, los judíos permanecían ajenos a todas las artes; Juan Hyrcano había comenzado a embellecerla y Herodes el Grande había hecho de ella una ciudad magnífica. Las construcciones herodianas rivalizaban con las más perfectas de la antigüedad por su carácter grandioso, por su perfecta ejecución y la belleza de sus materiales. Multitud de tumbas, de gusto muy original, se levantaban cerca del templo en los alrededores de Jerusalén. Estos monumentos eran de estilo griego, apropiado a las prácticas de los judíos y modificados considerablemente según sus principios. Los ornamentos de escultura viviente que los Herodes se permitían, con gran disgusto de los rigoristas, eran desterrados en ellos, reemplazándolos por una decoración vegetal. El gusto de los antiguos habitantes de Fenicia y Palestina por las construcciones monolíticas talladas en la roca viva parecía revivir en estas singulares tumbas cortadas en los peñascos, y en las cuales los estilos griegos están magistralmente aplicados a una arquitectura troglodita. Jesús, que miraba las obras de arte como un pomposo alarde de vanidad, veía todos estos monumentos con malos ojos. Su espiritualismo absoluto y su opinión firme hacían que la estampa del viejo mundo le pasara desapercibida.

Sacerdotes:

[...] Los hombres más célebres del Talmud no son sacerdotes; son sabios según las ideas del templo. Sin embargo, el alto sacerdocio del templo tenía un rango muy elevado en la nación; pero no estaba enteramente a la cabeza del movimiento religioso. El soberano pontífice, cuya dignidad tanto había envilecido Herodes, se convertía cada vez más en un funcionario romano, que era revocado con frecuencia para hacer posible que el cargo aprovechara a todos. En oposición a los fariseos, celadores laicos muy exaltados, los sacerdotes eran casi todos saduceos, o sea, miembros de esa aristocracia incrédula que, habiéndose formado en torno al templo y viviendo del altar, veía en él sólo la vanidad. La casta sacerdotal estaba a tal punto separada del sentimiento nacional y de la verdadera dirección religiosa, que el pueblo identificaba el nombre "saduceo" (sadoki), que en principio designaba simplemente a un miembro de la familia sacerdotal de Sadok, con el de "materialista" y "epicúreo". (Renán, Vida de Jesús)

Documentos sobre Jesús:
Las noticias que sobre Jesús nos proporcionan los historiadores antiguos son escasísimas, por no decir nulas. El historiador judío Flavio Josefo sólo hace, en su celebrada obra, una breve referencia a Jesús (e incluso se sospecha que ese pasaje fue añadido mucho después); y eso que su padre (el de Josefo) tuvo que ser testigo de todos los milagros del Maestro. Mas en vano buscaremos en la crónica del historiador judío la menor alusión al decreto de Herodes, a los magos o a la estrella que los guió; nada tampoco del oscurecimiento del cielo el día de su muerte y ni una palabra sobre su resurrección. En los historiadores romanos son nulas, asimismo, las referencias a tales acontecimientos, y eso que resulta fácil comprender lo verdaderamente prodigiosos que habrían sido aquellos sucesos acaecidos durante el reinado de Tiberio. Tácito, Suetonio o Plinio no dan sino algunas informaciones vagas y breves, y ello para decir simplemente que era común la creencia de que Jesús había sido un personaje histórico. Tácito, por ejemplo, habla de un Cristo ajusticiado en tiempos de Tiberio, y se refiere a las circunstancias que rodearon su muerte como un conjunto de supercherías que acabaron por llegar a Roma. Los famosos Rollos de Qumram no dicen ni una sola palabra de Jesús. Y el Talmud poca cosa: simplemente que era de Nazaret. Tal parece, como escribiera Voltaire, que: «Dios no quiso que estos acontecimientos divinos los escribieran manos profanas (que) Dios quiso envolver con una nube respetable y oscura su nacimiento, su vida y su muerte». (A.Fdez.Tresguerres)


Jesús solo en Jerusalén:
[...] Desde este monte, llamado Getsemaní, que es lo mismo que decir de los Olivos, se ve, desdoblado magníficamente, el discurso arquitectónico de Jerusalén, templo, torres, palacios, casas de vivir, y tan próxima parece estar la ciudad de nosotros que tenemos la impresión de poder alcanzarla con los dedos, a condición de haber subido la fiebre mística tan alto que el creyente y padeciente de ella acabe por confundir las flacas fuerzas de su cuerpo con la potencia inagotable del espíritu universal. La tarde va a su fin, el sol cae por el lado del mar distante. Jesús comenzó a descender hacia el valle, preguntándose a sí mismo dónde dormirá esta noche, si dentro, si fuera de la ciudad, las otras veces que vino con el padre y la madre, en tiempo de Pascua, se quedó con la familia en tiendas fuera de los muros, mandadas armar benévolamente por las autoridades civiles y militares para acogida de peregrinos, separados todos, no sería preciso decirlo, los hombres con los hombres, las mujeres con las mujeres, los menores igualmente separados por sexos. Cuando Jesús llegó a las murallas, ya con el primer aire de la noche, estaban las puertas a punto de cerrarse pero los guardianes le permitieron entrar, tras él retumbaron las trancas de los grandes maderos, si Jesús tuviera alguna afligida culpa en la conciencia, de esas que en todo van encontrando indirectas alusiones a los errores cometidos, tal vez le viniera la idea de una trampa en el momento de cerrarse, unos dientes de hierro clavándose en la pierna de la presa, un capullo de baba envolviendo la mosca. Pero, a los trece años, los pecados no pueden ser ni muchos ni terribles, todavía no es el momento de matar ni robar, de levantar falso testimonio, de desear la mujer del prójimo, ni su casa, ni sus campos, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su jumento, ni nada que le pertenezca, y siendo así, este muchacho va puro y sin mancha de error propio, aunque lleve ya perdida la inocencia, que no es posible ver la muerte y continuar como antes. Las calles se van quedando desiertas, es la hora de la cena en las familias, sólo quedan fuera los mendigos y los vagabundos. (José Saramago, El Evangelio según Jesucristo)

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